20121013

If these sheets were the States...

Ella se paseaba distraídamente entre los muebles, y había algo en su pelo, en su vestido, en sus medias, que no encajaba con todo lo demás. No me refiero a los cachivaches polvorientos, o a las paredes desnudas, ni siquiera a el edificio modernista. No, ella sencillamente no encajaba con nada. Ni con mi calle, ni con mi vida, ni con nada que yo pudiera recordar.
Se detuvo en medio de su parloteo suave y me miró fugazmente. Me dio un vuelco el corazón, y tuve que recordarme a mí mismo que ella amaba (creía amar) a otra persona. Y no dejaba de preguntarme por qué. Así que hice una brecha en la gruesa pared que me rodeaba y conseguí que unas cuantas palabras, aunque dolientes, salieran de entre mis labios.
-Háblame de ti y de... de...
No pude decirlo, pero ella lo entendió. Se le encendieron las pupilas, y me sentí miserable.
-Es más de lo que alguien pueda imaginar. No... No -hizo una pausa-. Es exactamente lo que una persona pueda imaginar.
Callé, pensando en cómo era posible que una persona fuese exactamente lo que imaginas, y después llegué a la conclusión de que ella no había vivido mucho. O sí había vivido mucho, pero nunca imaginando demasiado.
Ella seguía hablando.
-Le conocí en la tienda donde él trabaja. Yo advertí que me miraba de reojo, pero a mí él no me interesó en un principio.
Qué terrible debe ser la vida de alguien que tiene tanto entre lo que elegir que no comprende que lo perfecto está en los detalles, pensé. Entendí entonces lo que ya había intuido antes: que no la conocía en absoluto. Y esa certeza me aterraba.
-Charlamos un poco -prosiguió-. Me gustaba la forma en que me miraba, como si creyera que yo tenía algo más bajo la piel.
Me estremecí.
-Cuando iba a irme, él me cogió de la manga y me dijo: "Espera, no puedes marcharte. Aún no sé qué cara pones cuando te miras al espejo, o si has visto nevar, o dónde tienes las cosquillas." Y así de sencillo, supe que le amaba.
Fingí una sonrisa. Ese tío tenía toda la pinta de ser tan sólo un puñado de palabras bonitas. Y es que lo eran. Tuve el estúpido deseo de haber dicho yo esa sarta de tonterías (que no lo eran tanto, la verdad). Ella me miraba, pero no me miraba. Su corazón estaba en otra parte. Y eso me dolió más que todas las cosas tristes del mundo. Quise soltar todos mis pensamientos enredados de golpe, pero sencillamente no pude. En lugar de eso, me quedé allí sentado como el imbécil que era, calentándome las manos en la estufa portátil.
Al poco rato, ella se despidió, y mi piso se oscureció de nuevo.